Avila

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Meseta Castellana
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28/3/09

UN HUEVO EN UNA MALETA (II)

El sonido de los pestillos de seguridad le parecieron atronadores en el silencio del portal, pero al fin, la entrada le mostraba vía libre para sus propósitos: descubrir el paradero de Ramón.
Encendió la luz y recorrió aquel pasillo larguísimo, con las puertas de las habitaciones cerradas, escuchando sus latidos en la garganta. Llegó hasta el final y, volviendo sobre sus pasos, fue abriendo cada una de ellas y encendiendo las lámparas. Todo estaba ordenado, impoluto y, a simple vista, nada le hablaba de tan injustificada ausencia.

Con sus ojos extraviados revisó una y otra vez desde distintos ángulos, paseando dentro de las habitaciones, empapándose de cada detalle, tocando los muebles, mirando al trasluz las mesas y hasta se agachó a mirar bajo las camas. Debajo de la que fuera la cama de la señora Juana, había una maleta bastante grande de la que tiró hasta que quedó totalmente a la vista. Dedujo que estaba repleta por el peso que percibía y, muy decidida, estuvo a punto de abrirla. Pero el sentimiento de culpa la detuvo. Inmediatamente, volvió a colocarla, se puso en pie y se dirigió a la cocina de forma casi automática; abrió el frigorífico y, tan solo encontró un huevo moreno, tamaño L, cuya fecha de caducidad llegaría dentro de seis días. El resto de los estantes estaban completamente vacíos. Cerró y abrió la puerta del refrigerador varias veces, hasta que decidió volver a su casa tras dejar todo tal cual lo había encontrado.
...
Aquella noche, Catalina llenó su cama de pesadillas: un huevo gigante se incubaba en la maleta durante semanas y, al fin, eclosionaba bruscamente dejando al descubierto un monstruo de dos metros. Con apariencia de dinosaurio, el engendro, que tenía la cara de Ramón, crecía desmesuradamente y acababa convirtiéndose en un King Kong terrorífico que abatían unos platillos volantes...

El día diez de su particular cuenta, marchó al trabajo con tal desasosiego, que hasta se lo advirtieron todos los compañeros. Su cabeza no paró de alimentar el bucle de la inquietud que la estaba devorando. Al terminar la jornada laboral, se encaminó hacia su casa ensimismada en sus pensamientos. Entró en ella, abandonó a su suerte el chaquetón y el bolso en el sofá sin ningún cuidado, y se dirigió a la casa del vecino que, por supuesto, mantenía el felpudo en posición vertical pegado a la pared.

Esta vez, Catalina decidió ir sin vacilación hacia la maleta y abrirla. Tiró de ella violenta y compulsivamente, desarrollando una fuerza hercúlea desconocida hasta aquel momento para ella. El corazón se salía por su boca, mientras que le venían a su cabeza las imágenes del huevo gigante eclosionando ante sus ojos. Desechó tales pensamientos y comenzó a mover la cremallera en el sentido de la apertura. Hasta que no completó el recorrido del cierre, no intentó ver el interior de la maleta. Fue entonces cuando abrió la misma y, la boca en que la misma se convirtió al instante, escupió a presión ropa femenina multicolor: vestidos y zapatos de firma, camisetas, zapatos de fino tacón, zapatillas color fucsia con adorno de marabú y hasta un picardías de raso, rojo pasión.
Catalina guardó la ropa con celeridad y solo pudo formularse una pregunta de vuelta a su sitio: ¿dónde está Ramón?

Durante tres días, se propuso no entrar de nuevo y abandonar la “misión” emprendida. Hablaba para sí pretendiendo convencerse de que debía ignorar la existencia de una puerta enfrente de la suya que daba paso a un piso, que… en nada le interesaba.

El día que anunciaba el número catorce de la ausencia de Ramón, llevó consigo las llaves del piso y a la vuelta de su trabajo, entró directamente en casa del juez, atropelladamente, sin fijarse en la posición del felpudo que permanecía inamovible como en días anteriores.
Se condujo a toda prisa hacia la habitación principal y abrió los armarios: no había ni rastro de los trajes, ni de las camisas, ni de los zapatos del vecino. Entró en la cocina y miró en el frigorífico: allí seguía el huevo de tamaño L, al que le quedaba un solo día para caducar.

Cerró puertas, apagó luces, echó los cierres de la casa del vecino y cruzó el rellano para ir a prepararse la cena. Una vez más, anunció a su conciencia que el caso quedaba cerrado. Como era viernes, intentó planificar un fin de semana fuera de casa para olvidar todo lo sucedido los últimos días.A la mañana siguiente, al levantarse, ignoró el calendario marcado con su peripecia, lo volvió hacia otro lado para no verlo y continuó su ajetreo matutino. Al salir de la ducha, comenzó a oír pasos con sonidos de tacón en casa de Ramón. Se vistió rápidamente y comprobó, entreabriendo la puerta de su piso, que el felpudo estaba colocado perfectamente delante de la puerta. Bajó a la calle y observó las persianas del vecino levantadas hasta arriba. Subió de nuevo a su casa y empezó a pensar en qué hacer. El ruido de los tacones al otro lado de su salón la enervaba aún más, cuando, inesperadamente, se oyeron los cierres de la casa de Ramón. Pegó el ojo a la mirilla y observó a una mujer de espaldas a ella, cerrando la puerta, que llevaba un vestido de los que había en la maleta bajo la cama. Catalina, sin pensar un segundo, abrió bruscamente la puerta y lanzó la frase, elevando el tono: “¡Oiga, ¿dónde está Ramón?!”. La mujer, con toda tranquilidad, terminó de cerrar la puerta, se dio la vuelta y le dijo con una tímida sonrisa: “¡Catalina! Soy yo. Ahora soy Natasha”.

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